El ruido de las tuberías no cesó según me confirma Pablo: eran como unos tambores que amenazaban guerra… a nuestro sueño. Caí dormido por el cansancio y ahora el ajetreo que se filtra por el pésimo hermetismo de la puerta de la terraza me recuerda que el día ya ha comenzado. Como en breve cogeremos un autobús de largo recorrido, hay una segunda oportunidad para poder añadir unas horas más de sueño… así que recogemos nuestras cosas para bajar hasta la lúgubre planta baja y salimos de este antro. Los monzones nos la tienen jurada y nada más poner un pie en la calle, se pone a llover intensamente, por lo que sacamos de las mochilas los ponchos que con tanto esmero habíamos plegado.
Estamos muy cerca de la oficina donde tenemos que coger el autobús que nos llevará hasta Phnom Penh, capital de Camboya, por lo que vamos andando bajo la intensa lluvia. Llegamos con bastante tiempo y, como las zapatillas ya las tenemos encharcadas, salgo en busca de un café para poder empezar con la dosis necesaria de cafeína de cada día: fideos, arroz, bebidas raras, cuellos de pollo, brochetas de carne desconocida, frutas raras… ¡Y por fin, café! Es que está gente desayuna, come y cena lo mismo siempre… y no les saques de sus tradiciones. Pido dos con leche para llevar mientras una rata enorme sale corriendo por la acera para luego retroceder y esquivar la lluvia. El que no esquiva la lluvia es Pablo, que viene corriendo para indicarme que el autobús se va. Bueno, ¡pues a hacer ejercicio! Correteamos hasta el autobús que luego tampoco resulta que fuera a salir de inmediato. Un buen servicio vietnamita siempre va demorado.
Tenemos seis horas por delante y pensaba que íbamos a ir en un autobús litera, pero resulta ser de los de asientos de toda la vida. Sigue jarreando cuando por fin salimos. Hay mucho tráfico y avanzamos lentamente por las calles de Ho Chi Minh, hasta que llegamos a una gasolinera. El conductor dice unas palabras y se baja… haciendo lo mismo el resto de pasajeros. “In english, please?” grito, pero el autobusero no me oye. Una joven nos dice que hay que cambiar de autobús… así que bajamos y recogemos las mochilas antes de que las maltraten.
Subimos a un autobús litera, para alegría mía, cogiendo yo una en la parte superior y Pablo en la inferior. El aire acondicionado está fuerte, así que me acerco al autobusero a pedirle unas mantas, indicándome éste que están detrás de los asientos reclinados. Con la mantita, tantas veces usada por a saber quién, y la sensación de recogimiento al estar protegido por la lluvia, ¡que nos echen kilómetros!
Llevamos dos horas y aún no hemos salido de la ciudad, la lluvia no ha dado tregua y el tráfico es infernal. Hemos salido a las 06:40 y deberíamos llegar a Phon Penh en torno a la una del mediodía… seis horas para sólo 225 kilómetros y, aún así parece que vamos más retrasados de lo previsto.
Cuando subimos al autobús le dimos nuestros pasaportes y visados al ayudante del conductor y parece que ahora toca ya pasar la frontera. Al principio entendemos que es una parada sólo para ir al baño… pero tanta gente pululando por la zona nos confirma que ha llegado la hora de sumar el país número 59 a nuestra lista de países visitados. Como en otros autobuses anteriores, aquí también nos dan unas chanclas para salir del autobús y andamos como podemos con ellas intentando que no se nos escapen por el hecho de no poder sujetarlas bien con el dedo gordo y el siguiente por llevar calcetines.
Pasar la frontera en chanclas no es serio… pero tampoco es que se fijen mucho en los pies. Con el sello de salida de Vietnam estampado en el pasaporte, subimos al autobús para volver a bajar unos metros más allá y pasar el control de entrada a Camboya. Aunque algo lento, todo discurre sin complicaciones y en poco tiempo estamos de nuevo en la litera comparando paisajes.
La bandera del país con el templo de Angkor Wat nos da la bienvenida y aparecen los primeros textos en el alfabeto camboyano, ininteligibles para nosotros. Para nuestro asombro, hay vacas sueltas en el control fronterizo, lo cual no parece sorprender a nadie más. Tras unos minutos, empezamos a ver los primeros templos, con un estilo parecido al tailandés, con tejados solapados y cuerpos de serpientes en los vértices, nada que ver con los templos achinados de Vietnam… ¡Qué exótico! También notamos que el aspecto de la gente ha cambiado: los vietnamitas tenían los ojos muy rasgados y la piel muy blanca, mientras que los camboyanos tienen los ojos más redondos y la tez más morena.
Paramos en un área de servicio, por llamarlo de alguna manera, y salimos de nuevo en busca de algo que comer o de otro café aunque sea. De nuevo, hay sopa-pho por todos los lados, pero nada que nos encaje para el almuerzo. Preguntamos precios y nos sorprende que todos nos los dicen en dólares americanos en lugar de rieles camboyanos. Además, está todo a precios europeos, así que decidimos irnos a dar una vuelta por la zona. Está todo embarrado y nosotros con chanclas y calcetines cruzando la carretera general por la que veníamos… ¡menudo show! No conseguimos opciones mejores, así que compro una pequeña pizza y un brazo de gitano para mí, mientras Pablo no sucumbe a estos precios para turistas y decide esperar a que lleguemos a destino.
Tras algo menos de una hora el autobús frena y se mete bruscamente al arcén. ¿Otra parada? Esto es el cuento de nunca acabar… Se bajan el conductor y el ayudante y se ponen a abrir puertas de la parte trasera, supuestamente del motor. Alguien comenta que el autobús se ha roto y Pablo baja a curiosear, llamándome casi de inmediato para que baje con el móvil. Están recogiendo miles de tornillos y tuercas que caen por la parte inferior de donde está el motor; mientras sacan unos sacos donde aparentemente hay más tornillos y tuercas. ¿Nuestra interpretación? Alguien no muy espabilado puso en un compartimento encima del motor unos sacos con tornillos, habiéndose roto uno de estos y ocasionando que el motor funcione a trompicones. La situación es rocambolesca porque, además, han abierto unos cuatro compartimentos exteriores del autobús (que no son los maleteros) y el ayudante está haciendo una videollamada con alguien que parece darle instrucciones con cara de pocas ganas.
"Joseba, vamos a hacer autostop”. Subo a mi asiento y escribo en una hoja “PHNOM PENH”, recojo mis cosas y me calzo mis zapatillas que estoy harto de andar como una geisha. Nos ponemos Pablo y yo en la carretera… pero tenemos la negra porque, por algún motivo que desconocemos los coches grandes que vemos a lo lejos van a paso burra. Eso sí, cuando ya pasan por nuestro lado, el tercero nos para… pero a la vez el del autobús, que se estaba pispando de que los dos occidentales andamos a la fuga, nos dice que ya está arreglado y que salimos en dos minutos. Agradecemos al del coche su gesto generoso de querer llevarnos y volvemos al redil, montando de nuevo en el autobús… y, efectivamente, reanudamos la marcha.
Durante casi todo el trayecto no hemos parado de ver una hilera incesante de tiendas destartaladas, puestos de comida sucios y talleres cochambrosos. Kilómetros y kilómetros monótonos en los que, como mucho, lo más interesante es ver algún búfalo trabajando el campo. Una cosa que hay en Camboya y que no había en Vietnam es que cada cierto tiempo hay unas señales con tres fotos y un rótulo que indica “CAMBODIAN PEOPLE’S PARTY”... Se ve que hay que hacer omnipresente la dictadura comunista para tener al pueblo controlado.
Con casi tres horas de retraso (sí, ¡tres!) llegamos a la capital camboyana. Otra cosa que es diferente a Vietnam es que aquí sí que hay tuk-tuks, así que en menos de lo que canta un gallo, negociamos uno que nos lleva hasta el hotel. En el ascensor, reparamos en que no aparece el número 4 por ningún lado, es decir, las plantas 4 y 14 se las saltan, poniendo 3b o 13b en su lugar. Está tetrafobia se debe a que el nombre del número cuatro es parecido a la palabra “muerte” en varios idiomas del Sudeste Asiático.
La habitación de hoy está genial y nos va a quitar el mal sabor de boca que nos dejó la de Saigón. Es un edificio nuevo, la habitación es moderna y tiene unas fantásticas vistas. ¡Hay que resarcirse! Tenemos solo un par de horas antes de que anochezca, así que, en breve estamos recorriendo la ciudad. La primera sorpresa es que aquí las invitaciones a disfrutar de una masaje más que de fisioterapeutas vienen de fisioteraputas.
Damos un paseo por algún templo budista, por el Palacio Real, la Plaza de la Independencia… con el poco tiempo que hemos tenido, sólo nos sirve como una primera aproximación a la ciudad… teniendo que dejar para mañana una visita con más detalle.
De vuelta al hotel, mientras tomamos un café disfrutando de las vistas, me percato de que hay una salamanquesa en el techo. A Pablo le dan pavor, así que no comento nada para evitar media hora de caza y que el pobre bicho acabe siendo lanzado al vacío. No sé muy bien dónde se mete, espero que sus ventosas no le hayan fallado y que no esté en el pelo de Pablo… porque se puede liar gorda. Mientras escribo el blog, veo que sigue por allí arriba… bien, todo ha salido bien.
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