De este viaje solo hay una cosa que echaré de menos y es algo sencillo y muy práctico: los autobuses litera. El que primero cogimos fue uno de la compañía que viaja hasta Sapa, en el que hicimos un ida y vuelta y que resultó ser de categoría VIP, ya que solo tenía dos filas y capacidad para veinte pasajeros. Los siguientes han sido tipo “Sleeper 34” con tres filas y capacidad para un total de 34 pasajeros. Con mayor o menor espacio, ir tumbado en tu cabina, con la intimidad de una cortinilla, sin que otros pasajeros te molesten y arroparte con la manta convierte un viaje entre cochambre en una gozada…. A mí que me den unas pipas y a ver la street food pasar. Seguramente éste tipo de autobús no cumpla la legislación europea porque, si no, ya la habríamos copiado… ¿Te imaginas coger el autobús y despertar en Lisboa o París? Sería el fin de los cuellos rotos o de las cabezas que amenazan el hombro de un desconocido. Y si hablamos de teletrabajo… nada de pedirse días para desplazarte… terminas la reunión, llegas a destino y con las mismas chanclas que en el autobús te dan, directo a la playa.
Con ganas de autobús y de descansar unas horas adicionales, dejamos el hotel y la ciudad de Can Tho para volver a la capital de la antigua Vietnam del Sur. A mitad del trayecto nos damos cuenta de que los datos del móvil se han acabado… habíamos cogido una tarjeta para 15 días y ya se han cumplido… así que estos últimos días habrá que viajar mendigando wi-fis. La primera prueba de fuego viene cuando llegamos a la estación de autobuses y empezamos a regatear el precio con los taxistas, quienes no ceden a nuestra oferta. En un momento que cojo wi-fi reservo un Grab para ir al hotel, pero con el lío de tener y no tener datos, no acabamos por encontrar donde está el coche y, por no presentarnos, nos ponen una multa… ¡de 0,36 euros! Volvemos a iniciar el proceso revisando bien el punto de recogida y asegurándonos que tenemos wi-fi y, está vez sí, nos encontramos rápidamente como ha solido ser lo habitual. Y es que, en un país caótico y con una cultura diferente, tener acceso a internet facilita mucho la vida, pero no te das cuenta hasta que no lo tienes.
Ciudad de Ho Chi Minh, o Saigón, es una de esas ciudades que en fotos puede parecer muy interesante, pero es por qué ni se ve la suciedad ni se oye el ruido. Entre edificios destartalados están construyendo enormes torres de apartamentos y oficinas, en algunos casos con escaso sentido estético y en otros con una elegancia que desentona.
A pie de calle, nada cambia. Las aceras son sólo para aparcar las motos, para los vendedores ambulantes o para cachivaches como transformadores de electricidad; el peatón ha de ir por la calzada, lo más cerca de la acera, que las motos y coches ya se encargarán de esquivarte… claro que, aquí casi nadie camina, todo el mundo, absolutamente todo, va en moto; vayas donde vayas, en moto. Y, como consecuencia, hay verdaderas mareas de motoristas que salen por todos lados y hacia todos los sitios. Esperar a que el semáforo se les ponga en verde es todo un espectáculo. ¿Y cruzar una calzada? Pues ya no nos cortamos y vamos por la calle controlando el tráfico y diciéndoles por dónde tienen que ir… ¡y obedecen! “Tú, para”, “tú pasa rápido”, “tú, fuera de la acera”... A alguno lo he amenazado con el paraguas, por ir de listillo y colarse por un estrecho espacio… y ganas no me faltaban de darle.
Entre el viaje en bus, ir al hotel y comer en el mismo, nos ha dado la una de la tarde. Hoy dedicaremos el día a dar paseos, ver algunos templos y caminar sin imponernos ningún estrés, que para eso ya está la propia ciudad. También adquirimos la segunda taza de Pablo, que así ya tiene sendas de los dos países nuevos visitados.
Acabamos el día en la piscina del hotel, que tiene forma de cueva y donde el agua está bastante fría… mientras empezamos a pensar a dónde viajaremos el año que viene. Pero no corramos demasiado, que aún nos queda el último día de viaje… y sortear las últimas motos.
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