Hay veces en las que, sin venir a cuento, te viene a la cabeza algo de lo que no te habías dado cuenta. Anoche, al acostarme, me pregunté “¿nuestra habitación era la 101 o la 102?” Como ahora en muchos apartamentos te dan un código para acceder al portal y luego la llave de la habitación está puesta por dentro, me surgió la duda de si nos habíamos metido en la que nos correspondía… Así que, a levantarse para hacer un Marisa y verificar… mmm… en la reserva pone la 101, pero cuando nos dieron el código nos dijeron la 102. Bueno, me aseguro que la puerta está cerrada por dentro y le mando un mensaje al propietario, no vaya a ser que otro huésped esté por venir y aporree la puerta.
El día comienza con un chequeo de salud: ni diarrea, ni vómitos, ni dolor de cabeza… cansancio generalizado sí, pero seguro que no es por el Malarone sino por el ritmo de todos estos últimos días. Bueno, pues al final parece que el temido medicamento no nos ha convertido en la niña de El Exorcista. O eso, o que después de haber estado en tantos sitios y haber comido mil cosas, tenemos el estómago más acorazado que la caja fuerte del Banco de España.
Hoy tenemos unas cuatro horas para visitar São Luís, una isla (aunque no lo parezca) que fue fundada por franceses, luego se la apropiaron los holandeses y finalmente los portugueses. Es una ciudad Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, debido al gran número de edificios conservados de la época colonial. En un Uber llegamos hasta el Mercado y de ahí nos movemos para visitar las calles más importantes, entre ellas la Avenida de Dom Pedro II, donde se encuentra el Palacio de los Leones y un buen número de edificios administrativos del estado de Maranhão.
En Brasil, lo que estamos viendo es que muchas ciudades están mal cuidadas, pero que, si en algún momento restauran los edificios y les dotan de vida convirtiéndolos en algo útil para el día a día, serían lugares fantásticos. Aquí, hay un montón de casas con azulejos en la fachada, verdaderas joyas arquitectónicas que seguramente valoremos más los de fuera que los que viven aquí.
Además del esplendor del pasado colonial, también descubrimos la Rua Grande, una calle que atraviesa el casco histórico de lado a lado y que está lleno de tiendas. En Río de Janeiro vimos una calle similar, donde en el exterior de las tiendas ponen altavoces y un hombre con un micrófono canta las ofertas e intenta atraer tu atención. Lo que nos resulta curioso es que en un misma calle una tienda puede estar repetida tranquilamente unas tres veces… igual para que si dudas en comprarte algo, termines picando en alguna de las siguientes “lojas”.
Nos habían dicho que São Luís es una ciudad peligrosa… así que hemos intentado traer lo mínimo imprescindible. Pablo, de hecho, dudaba de si traer ese magnífico móvil que alguien estupendo le regaló, por miedo a que los amigos de lo ajeno se lo quedaran. Al final lo ha traído y, aprovechando que vemos una oferta de carcasa más cristal templado a buen precio, decide renovar la piel externa de su dispositivo. Una risueña chica que chapurrea el castellano, le dice que no tiene muchas carcasas para ese móvil, porque está “anticuado en Brasil”. ¡¡Toooooommmaaaaaa!! Tanto miedo a que le roben el móvil y ahora parece que no se lo querrían robar ni aunque les diera el patrón, el PIN, el PUK y se cortase un dedo para que tuviesen la huella digital. A mí me pregunta a ver si yo también quiero carcasa y cristal para el mío… “¿yo? ¿móvil? mi no comprendere”... Como le enseñe mi “bq” yo creo que me acabará diciendo “mira a ése de allí, síguelo y birlale el móvil, que tienes que salir de la pobreza digital”. Bueno, y, directamente de la indigencia… llevo ropa usada más de una vez y me he dado cuenta de que se me están desprendiendo las suelas de las zapatillas. ¡¡Jo, qué lamentable!! Mira que aprovechamos los viajes para ir esparciendo por el mundo la ropa que ya no solemos utilizar… pero es que estas zapatillas ¡¡han decidido ellas dónde quieren quedarse!!
En breve serán las doce del mediodía y, como a Cenicienta, si no volvemos a “casa” no podremos acceder al apartamento para llevarnos las mochilas que hemos dejado. Nos uberizamos de nuevo y llegamos a tiempo para dejar el alojamiento antes de la hora límite de check-out. Por la tarde toca coger un par de vuelos, así que comemos algo rápido antes de ir al “aeroporto”.
Una de las cosas buenas que tienen los vuelos internos en Brasil es que no tienes que enseñar los líquidos, puedes meter botellas grandes de agua, no tienes que sacar la tablet… es todo mucho más rápido porque en los vuelos internos no tienen esas normas que hay en el resto del planeta. Esperando que la seguridad no se vea comprometida, nos dirigimos hasta la puerta de embarque del vuelo que nos llevará en poco más de una hora hasta Belém, capital del estado de Pará. Nuestro destino no para ahí, porque en Belém cogemos otro vuelo que nos lleva hasta Manãos, capital del estado de Amazonas. En Belém, como hay mucha humedad, al entrar en el avión vemos que hay un montón de vapor y Pablo se teme que repita aquel suceso en Barcelona, donde me confundí y le dije a una azafata “¿por qué sale fuego de ahí?” cuando en realidad quería decir “vapor”.
Otra cosa curiosa de los vuelos internos en Brasil es que lo de repetir todo en inglés aquí se lo saltan. Yo pensaba que era una norma internacional de aviación civil, pero parece ser que no, porque aquí, ya puedes saber húngaro que se quedan igual. Puede parecer una tontería, pero igual que te recuerden en el idioma de Shakespeare que la hora local es una menos que en la capital federal, resulta bastante importante, ¿no?
Llegamos a Manãos cuando ya ha anochecido y con otro uber, donde el conductor nos intenta convecer de “Bolsonaro bueno, Lula malo”, llegamos al hotel. Tiene muy buena pinta y, después de haber estado en hoteles variopintos, llegar a uno que tiene un aire estándar es de agradecer. En esa lista de cosas graciosas que uno va viendo, hay que añadir que en los ascensores suele poner encima “ascensor social” para diferenciarlo del de servicio. ¿Subimos de clase?
Con la excusa de que hay que tomar el Malarone con el estómago lleno, salimos a cenar y eso que estamos atiborrados de los snacks que han repartido en los dos vuelos. Como esta ciudad tiene también fama de peligrosa, preguntamos por alguna recomendación en la recepción del hotel. No sé muy bien qué entiende el recepcionista, pero nos dice que en el Teatro del Amazonas hoy hay un concierto gratuito. Nos acercamos un poco incrédulos y, viendo que todo el mundo nos dice “pasen por aquí”, acabamos en un palco de la segunda planta viendo un concierto de música clásica. El teatro, reflejo del esplendor que la ciudad vivió con la producción de caucho, es una auténtica pasada. Estamos agotados y, con esta música, Pablo se queda dormido… y yo estoy a punto.
Cenamos algo en la plaza del teatro, donde un venezolano nos atiende muy amablemente. Pero el día lo hemos estirado demasiado (una hora más, de hecho) y ya no podemos ni con el alma. Además, mañana empieza nuestra aventura en la selva amazónica… así que toca volver al hotel… y ver si el ascensor social nos consigue recuperar de nuestro nivel actual de piltrafillas.
Estoy leyendo vuestro blog en la plaza roja. Muy interesante. Estoy esperando con ansia vuestra ruta por la selva jeje....
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