11 sept 2023

Desandando Maranāo

Anoche conocimos a Regina do Santos: antes de ir a la cama, Pablo desde la hamaca vio una salamanquesa a la que bautizamos con ese nombre. Estaba en el techo del salón comedor sin paredes e iba moviéndose de vez en cuando, con sus grandes dedos y cuerpo curvoso… parecía que estaba jugando a las estatuas, ya que cada vez que mirábamos la veíamos quieta en un sitio diferente. Lo que no veíamos son los mosquitos… estando al lado de un caudaloso río nos parecía raro que no hubiera… pero parece que, aunque parezcan invisibles, sí que estaban… porque por la noche varias veces nos hemos tenido que levantar a echarnos un líquido que compramos hace una década en Japón y que es mano de santo (o de buda) para aliviar los picores de las picaduras.

Hoy es un día de transición. Llevamos ya mucho meneo en el cuerpo y, antes de ir al estado de Amazonas, tenemos dos días más o menos tranquilos. Por primera vez en once días, no ponemos el despertador… y, aún así, con la luz que ya hay fuera y los sonidos de la naturaleza, nos despertamos a eso de las siete de la mañana. A lo “Memorias de África” versión “Memorias de Barreirinhas”, corremos las cortinas para ver el río Preguiças y la masa árborea que nos rodea; nuestro balcón es todo un palco donde escuchar la sinfonía de la naturaleza.

Desayunamos tranquilamente un trozo de bizcocho que Pablo guardó ayer en su mochila y que con las sacudidas del 4x4 de ayer se ha hecho papilla: casi hemos invertido el proceso de elaboración y tenemos los ingredientes originales. Ah, no… ahora caigo… ¡Pablo ha hecho migas toledanas versión dulce! Las comemos con cuchara con un café para el cuál utilizamos café y leche en polvo que habrán dejado huéspedes anteriores. En otras circunstancias ni lo habríamos tocado… pero casi nos da más seguridad algo que en algún momento estuvo procesado y envasado antes que algunos establecimientos que hemos visto durante todos estos días.

El Chalé do Río ha sido un lugar muy peculiar (por su forma), muy especial (por las vistas) y muy agradable (por la propietaria). Pero toca emprender la marcha, así que recogemos nuestras cosas y pasamos por la Pousada de enfrente a devolver las llaves… y a ver si cae un desayuno de cortesía… pero nada, ya han recogido y nos despedimos de la risueña propietaria a la que nunca conseguimos entender una palabra.

Abandonamos Barreirinhas dirección São Luís, recorriendo las calles y despidiéndonos de las casas con rejas que casi parecen jaulas. En la carretera, durante el trayecto, vamos diciendo adiós también a las borracharias (llegamos a la conclusión de que son talleres), desayunos ofrecidos por particulares (con los termos y bizcochos) y a las casas a medio construir pero que tienen billar (desconozco el motivo, pero hay un alto índice de billar per cápita). Y, jo, hasta dentro del coche nos están saliendo nuevas picaduras de mosquito… ¿Pero que está ocurriendo? ¿Nos pican desde dentro o qué? Pues nada, a darle con el liquidito japonés.

Viajar enriquece el espíritu, pero a veces te deja con el gesto torcido. Por la carretera, con una buena lista de cosas que se podrían mejorar, lo que vemos que están haciendo es ¡¡pintar de blanco los bordillos!! Es que, me quedo sin palabras. Y luego, cuando vas a entrar en algunos pueblos, te ponen un arco mal centrado e inmenso con el nombre en plan Marbella, o unas letras gigantes sobre un césped, o te ponen unos lemas en plan “la isla del amor” y al lado tienes una chasca y un burro. A nosotros es que nos encantaría poder hablar con alguna autoridad y preguntar… “a ver, alma de cántaro, ¿quién ha ideado esto y en qué estaba pensando? Venga, ¿en qué peli lo vio?”

Hacemos una parada a medio camino para comer el hamaiketako en un restaurante de carretera, donde también tienen el sistema de que vas pidiendo lo que quieres y te lo van apuntando en una hoja cuyo importe pagas al final. En general, hemos visto que comen muchas cosas fritas, grasientas, con queso o con carne; escasean los platos de verdura o la comida que podríamos considerar saludable. Y es por ello por lo que la gente que se supone que tiene dinero está más gordita. Lo que sí que está rico es el café; por lo general está muy bien de sabor, aunque a veces las tazas no tienen muy buen aspecto.

A eso de la una del mediodía llegamos a São Luís, la capital del estado de Maranhão. En internet, e incluso en la guía que llevamos, dicen que esta ciudad es algo peligrosa; así que decidimos que reduciremos la visita al centro histórico y que lo haremos mañana por la mañana; además, por cambiar un poco, nos vamos a un centro comercial a ver si nos ponemos a la moda brasileña. Elegimos el São Luís Shopping, un gran centro comercial repleto de tiendas. Entramos en algunas de ellas y, definitivamente, no nos gusta casi nada: los colores son tristones, las tallas no son como las europeas (camisetas demasiado largas) y los precios están del todo desorbitados. Tenemos la sensación de que aquí están algo atrasados en el tiempo y de que los centros comerciales son sólo para la clase alta (aquí no parece que haya clase media); sin embargo, en Europa la idea de centro comercial está muy quemada, y más que gente adinerada predominan chonis y padres poco creativos.

Con el espíritu consumista puesto a dieta, dejamos el centro comercial. Nos resulta curioso que en su parking haya unas casetas elevadas para vigiarlo, como si fueran las casetas de los guardabosques. Ponemos rumbo hacia una de sus playas, Praia Ponta D’areia, donde aparcamos y damos un paseo. Hay un muelle donde la gente está paseando y montando en bici, y desde donde se obtienen unas bonitas vistas de la primera línea de playa. Esta zona tiene muy buena pinta y todo apunta a que es la zona acomodada de la ciudad: hay carriles bici, jardines, no hay tráfico…



Hoy toca devolver el coche de alquiler, así que echamos gasolina e intento pagar con el billete de 200 reales que se está convirtiendo en una maldición: son unos 40 euros y en cuanto lo enseño la gente pone cara de haber visto a Leticia Sabater recién operada. Pero por fin, consigo que en la gasolinera me lo cambien y me den billetes más pequeños… los hay hasta de 2 reales que son 40 céntimos de euro.

Si hay una cosa que funciona aquí mejor que en resto del mundo conocido por nosotros, eso son las agencias de coches de alquiler. Aquí no te atosigan con el seguro del seguro del reaseguro… ni te miran con lupa a ver si un rayajo lo has hecho… o si les has robado una alfombrilla que no querrías absolutamente para nada. No, aquí, miran la gasolina, echan un vistazo rápido por dentro y por fuera, y te levantan el dedito gordo para indicarte que todo está bien. ¡Ah! Y nada de esperar varios días a que te devuelvan el depósito… en cuestión de minutos te lo desbloquean. ¡¡Tensiones cero!!

Otra cosa que funciona muy bien aquí es Uber, ya que el transporte público es un poco caótico: falta de información sobre paradas y horarios, precios de las líneas sin sentido, etc. Así que, con un Uber te haces 20 kilómetros por menos de cinco euros y te cogen y te dejan en la puerta. Pues nada, un Uber para volver del aeropuerto (donde teníamos que devolver el coche) hasta el apartamento.

Es de noche ya y nos disponemos a cenar lo que hemos comprado en un supermercado: una lasaña, fruta, bizcocho y café. En el supermercado, hemos ido de exóticos y hemos comprado un maracuyá y una papaya… pero como no estamos muy duchos en fruta tropical, hemos empezando comiendo la primera pensando que era una guayaba. La intentamos pelar y vemos que la piel es muy gruesa y que la carne es insípida, luego Pablo decide partirla por la mitad y vemos que hay como un moco anaranjado con pepitas oscuras. “Esto se tira, ¿no?” pregunta Pablo; “pues no tengo ni idea, pero está rico” respondo con las pepitas ya en la boca. Jo, no sabemos ni lo que estamos comiendo, si maracuyá, guayaba, papaya o papa-llama-yá.

Necesitamos hacer una cena contundente porque hoy, empieza nuestro tratamiento de Malarone. “¿Es para perder peso?” se preguntarán algunos… bueno, en cierto sentido, hasta podría serlo. Mañana por la noche llegaremos al estado de Amazonas, donde hay malaria y el Malarone es un tratamiento para evitar que, en el caso de que un mosquito te inocule el parásito, lo elimine del organismo. Es un tratamiento que hay que empezar a tomarlo el día antes, durante los días de estancia en la zona con malaria, y en los siete días posteriores. El problema es que puede tener unos efectos secundarios algo complicados, como diarreas, vómitos, dolor de cabeza, alucinaciones, desorientación, … jo, el prospecto ¿quién lo ha escrito? ¿Stephen King? A ver, farmacéuticos del mundo… ¿por qué no ponéis en el prospecto que como efectos sencundarios se te puede quedar el cuerpo como el de Chris Hemsworth aunque sea con una probabilidad de menos de uno por cada mil millones de pacientes? Total, no va a ocurrir… pero tengo la misma probabilidad de que me toque la primitiva y la sigo echando todas las semanas. ¡¡Ilusión, amigo conductor!!

Bueno, la cuestión es que ya nos hemos tomado la pastillita… y ahora más que nunca me acuerdo del vuelo Atlanta-Barcelona. ¿Habrá diarrea explosiva? Mañana por la tarde volamos de São Luís a Belém y luego de Belém a Manãos… yo ya he avisado.

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