23 ago 2013

Tokio: la urbe más habitada

Nuesto camino hacia el oeste de la isla de Honsu ha terminado. Si por nosotros fuera, seguiríamos por Yamaguchi hasta la isla de Kyūshū e incluso volaríamos hasta Okinawa. Pero el sorteo de la primitiva sigue sin agraciarnos, así que, toca retroceder el camino andado y volver hasta Tokio... donde nos esperan aún siete días de vacaciones. Nos levantamos muy temprano, en torno a las cinco de la mañana, pues ya habrá ocasión de dormir en las cinco horas que tarda el tren bala en recorrer los 800 kilómetros que nos separan de la capital japonesa. Sin embargo, cuando pasamos por Osaka, se sube un japonés afincado en Nueva York con el que vamos hablando hasta llegar a Tokio. La conversación es amena, aunque más de una vez nos sale la vena patriota al ver que él alaba en exceso aspectos de su país que en el nuestro están igual o más avanzados.

Llegamos a Tokio a mediodía, y, entre llegar al hotel, dejar las maletas y situarnos un poco, hemos hecho hambre. En la zona hay muchos edificios de oficinas y también hay un buen número de restaurantes donde alimentar a los oficinistas. Entramos en uno en el que tienes que eligir y pagar lo que quieres comer, y luego das el ticket en la barra y te lo sirven. Resulta muy práctico y rápido para la agetreada vida de los trabajadores tokiotas, y también para nosotros que queremos buena comida pero sin perder mucho tiempo.

Empezamos la visita a la ciudad por Shinjuku... y enseguida nos damos cuenta de que nos hemos lanzado a la piscina sin mirar si había agua, porque resulta que esta estación resulta que es la más concurrida del mundo, con dos millones de pasajeros pasando por sus numerosos pasillos cada día. Sin embargo, conseguimos que la marabunta no nos engulla y conseguimos movernos con relativa facilidad. Si hemos sobrevivido a Shinjuku, ¡el resto es pan comido!



Al oeste de la estación, hay un buen número de rascacielos, entre los cuales destacan la Torre Sompo, la Torre Cocoon y el Gobierno Metropolitano de Tokio. Con un poco de morro, entramos en un par de torres preguntando a ver si hay algún mirador, y resulta que en las dos acabamos subidos a las últimas plantas por cero yenes, en los que estamos en exclusiva viendo las vistas.


Uno de los miradores más frecuentados es el del Gobierno Metropolitano de Tokio, al que más tarde subimos también, pero claro, éste es más mundano, pues hay que esperar cola y pedir turno en los ventanales debido al gentío. El edificio en sí es también todo un icono de la arquitectura moderna. Algunos dicen que su arquitecto, Kenzo Tange, lo diseñó con forma de catedral gótica; otros dicen que tiene forma de microchip; pues nosotros vemos un enchufe claramente.
 
En el edificio NS vemos el reloj de péndulo más largo del mundo, que, como era de esperar, es de una marca japonesa: Seiko. Después, damos un paseo por una de las calles 'eléctricas' de la ciudad, que son zonas llenas de tiendas principalmente de electrónica. Las luces de neón, la música, las pantallas y la gente, forman un cocktel muy interesante pues no hay nada igual en Europa. De hecho, estos lugares son todo un atractivo aunque no tengas pensado comprar nada. Sin embargo, llega un momento en el que te aturden y te marean, y con las mismas ganas con las que llegas, quieres salir en busca de tranquilidad.

Como hasta el momento no hemos andado mucho, y como somos un poco masokas, nos vamos a la calle Takeshita, que no es tampoco un sitio tranquilo, pues está lleno de gente, tiendas y restaurantes. La zona es bastante alternativa, y, seguro que es el armario de muchas tribus urbanas. Muy cerca, en contraposición, se encuentra Omotesando, una calle repleta de las tiendas más caras y elegantes.

Gente, gente y más gente. Ya que estamos de racha, continuamos hasta el cruce de Shibuya, que es el más concurrido del mundo. Desde lo alto de una cafetería, se puede observar como la gente se acumula en las cuatro aceras, y, es ponerse el semáforo en verde y eso se convierte en un hervidero de gente. Sin embargo, en cuanto se pone en rojo, el cruce se despeja. Los japoneses son disciplinados hasta para cruzar la calle, y, si alguien se ha rozado con alguien, seguro que han sido extranjeros.



Y terminamos el recorrido en la estatua de Hachikō. Para nosotros no era muy conocida, pero para los tokiotas es un lugar muy entrañable, además de un lugar donde la gente suele quedar. Esta escultura es en recuerdo de un perro que todos los días iba a la estación de Shibuya a esperar a su amo, el profesor Hidesaburō Ueno, cuando éste volvía de trabajar; un día, el amo sufrió un derrame cerebral y murió, por lo que no regresó a la estación; el perro era tan fiel, que todos los días, durante nueve años, acudió a la estación a la hora en la que volvía su amo, con la esperanza de que éste volviera. Con esta entrañable historia, nos vamos a descansar... aunque la ciudad nunca descanse.

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