Las rectas y lisas carreteras del sur de Estonia, con sus señales de peligro de alces, se van despidiendo de nosotros, hasta llegar a la frontera con Letonia, donde paramos a hacer unas fotos en el puesto fronterizo ya en desuso. Es ver una señal azul con estrellitas amarillas y un nombre de país escrito, y entrarnos unas ganas locas de pixelarnos.
El paisaje no varía mucho en la región de Vidzeme, una de las cuatro que conforman el país. Nuestro primer punto de parada es Dunte, una pequeña población donde destaca la casa del barón Münchhansen, hoy convertida en museo. Pero lo interesante del lugar no es la aristocracia letona, sino una ruta por un bosque en la que hay esculturas de madera. Patos, conejos, jabalíes, gallos, molinos y hasta una guillotina se alternan en diferentes puntos de un camino hecho de madera. Andando entre árboles y viendo setas de diferentes tamaños y colores, ¿nos encontraremos con los espíritus del bosque?
Desde Dunte ponemos rumbo al Parque Nacional del Gauja, una zona de 100 kilómetros cuadrados a lo largo del río del mismo nombre. En este paraje natural nos vamos a ver Pilis. No, no nos hemos traido con nosotros ni mirandesas ni fakiras... lo que vamos a visitar son castillos, que se dice 'Pilis' en letón. En Limbaži visitamos el primero de los castillos livonios que nos aguardan hoy. Del castillo de 1223 apenas quedan unas paredes, pero su pertenencia a la Liga Hanseática lo convierte en visita obligada si pasas por allí. También visitamos la Iglesia Ortodoxa, que se encuentra cerrada, pero la cuidadora del lugar nos deja pasar desde la cocina, donde ya ha puesto sus patatas a cocer para elaborar alguna receta rusa. Se nos ha abierto el apetito... pero ¡¡si no tenemos lats!! Sacamos dinero en un cajero, con cierta expectación, pues es nuestro primer cambio de moneda. Los billetes resultan algo bucólicos, quizá reflejen el espíritu algo tristón de los letones que hemos visto hasta ahora.
Conduciendo hacia el sureste, llegamos a Cēsis, una de las poblaciones más antiguas de Letonia y de la que se dice que es 'la ciudad más letona de Letonia'. Fue un importante centro de comercio y también perteneció a la Liga Hanseática, y, cómo no, su símbolo más notable de poder es un imponente castillo, que data del siglo XIII. Al visitarlo, nos dan un candil para adentrarnos entre sus sombríos y oscuros muros. Torre arriba, calabozo abajo, la ténue luz del candil ilumina los escalones de piedra, convirtiéndonos sin querelo en dos guardianes medievales. Con una túnica con capucha, el disfraz de Igor Cojones quedaría completado.
En los alrededores del castillo también hay un estaque y unos frescos jardines con esculturas. Pero, ¿no falta algo? Como no podía ser de otra forma, en seguida encontramos más bulbitos en una Iglesia Ortodoxa. Llama la atención que esté pintada entera de azul, y eso le da un toque bastante alegre.
En Āraiši visitamos una isla en un lago en la que hace unos mil años había una fortaleza de madera. Hoy en día hay una reconstrucción de 20 casas de madera que muestran la vida en los siglos IX y X. En Līgatne, hay algo menos romántico: un búnker soviético totalmente equipado y listo para ser usado en caso de una guerra nuclear. Nuestra visita se ve frustrada porque no llegamos a tiempo para la última visita. Además del búnker, tampoco vamos a ver Amatciems, una idílica zona residencial con pequeños lagos y bosques... algo así como La Moraleja letona pero sin setos anti-paparazzi, ni obregonas esquiva-cámaras.
En Turaida, que significa ‘El Jardín de Dios’ visitamos el castillo livonio de 1214, que se encuentra en un montículo y desde el cual se divisa el transcurrir del río Gauja. En este castillo se originó la leyenda de la Rosa de Turaida. Dicha leyenda cuenta que una huérfana llamada Maija fue criada en el castillo, y, estando enamorada del jardinero, un desertor del ejército la engañó para quedar con ella y 'sobrepasarse'; como prefería morir antes que perder su flor, le dijo al soldado que sólo se dejaría si su espada era capaz de cortarle el cuello atravesando el pañuelo de seda roja que llevaba en el cuello, y que, en teoría, la iba a proteger; y sí que lo pasó, vamos, de lado a lado.
Finalizamos nuestra ruta por los castillos livonios en Sigulda. En una zona ajardinada vemos el Castillo Medieval o 'Viejo', cuyos orígenes datan del año 1202. Al otro lado de un puente, se encuentra el castillo 'Nuevo', de 1867.
Y dicho esto... ¡¡a volar!! No, no nos vamos a ningún aeropuerto para coger un avión a ningún sitio... nos vamos a Aerodium. Se trata de un túnel de viento de casi 4 metros de diámetro que genera una corriente de aire a 200 km/h y que te eleva a varios metros.
Tras un vídeo demostrativo, un pequeño examen por parte del instructor (que sólo le falta ponernos deberes para casa), y una sesión de gimnasia a lo Eva Nasarre, subes a la plataforma... Pablo ha preferido quedarse fuera, así que estamos un grupo de tres y me toca el último. Mis predecesores lo hacen regular... y pensando que tiene que ser bastante fácil y que yo me elevaré como un pajarillo caigo como un pavo... como un pavo relleno. La boyuna me causa estragos y hace que me ostie repetidas veces contra los hinchables. Poco a poco aprendo a controlar la posición y consigo elevarme algunos metros... y, ¡¡es una pasada!! Aunque cuesta subir, cada segundo que estás suspendido en aire te proporciona una sensación de libertad indescriptible. Eso sí, para poder volar tienes que pagar ¡¡un precio que está por las nubes!!
Casualidades de la vida, y maravillas de la era digital, un amigo de Pablo se encuentra de viaje por la zona con una amiga. Así que, como quien queda en el bar de la esquina, quedamos en el centro de Rīga. Los Krog son como se denominan las tabernas tradicionales de Letonia, y la cadena Lido es una de las más famosas en la capital letona. Cenamos en una de ellas y finalizamos el día tomando unos cócteles en la planta 26 del hotel Radisson... con unas vistas espectaculares de lo que veremos mañana: Rīga.
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