16 sept 2014

El desierto de Rum y ¿Aqabamos?

Nos levantamos pronto, como de costumbre, y enseguida estamos en la carretera. ¡¡Anda, si estamos en Araba!! ¿Por dónde caen Bizkaia y Gipuzkoa? No, no estamos en Euskadi, sino en un valle llamado Araba y conocido como el Valle de la Sal. Por aquí pasaron los hebreos en su éxodo a Egipto y hoy pasamos nosotros con nuestro Kia Picanto, ¡¡lo que son las cosas!! El paisaje, todo hay que decirlo, está mucho más limpio y la carretera ha mejorado. Se nota que este es el camino por el cual se lleva a los turistas que se alojan en la costa del Mar Muerto a pasar el día a Petra.

Divisamos el monte Hor con la tumba de Aarón en su cima... ¿Pero cómo subieron los materiales para su construcción a más de 4.000 metros? Igual no está del todo desacertado lo de Araba y el lugar está plagado de... ¡¡harrijasotzailes!!

El paisaje es lunar, seco, inerte... casi agresivo. La autovía rasga esta zona desértica y el silencio sólo es roto por los motores de los abundantes camiones que transportan mercancías desde el puerto de Aqaba, único acceso al mar del país, hacia otros puntos de Jordania. Se ven pastores con sus rebaños de cabras y ovejas, quemados por el sol y arrugados por las duras condiciones de vida de la zona... y nos cuestionamos... ¡¡pero si tienen barra libre de loditos del mar muerto para refinar el cutis!!

El paisaje es muy diferente al del verde norte. No obstante, lo que se ha mantenido en todo momento es su orografía: hay muchos puertos y carreteras en zig-zag, lo que hace que pequeños recorridos lleven el doble del tiempo esperado. Y si ir en coche requiere su tiempo... ni nos imaginamos la paciencia para ir de un sitio a otro en camello. En Europa los camellos están sólo en los zoos o en canarias para los turistas, pero aquí es un medio de transporte habitual que sólo tiene dos modelos: camello y dromedario. ¿Qué permiso de conducir se requerirá?

Si ayer éramos unos Indianas Jones, hoy nos pondremos en la piel de Lawrence de Arabia, ya que visitaremos el desierto de Wadi Rum. Lawrence era un arqueólogo británico que aprendió árabe mientras hacía excavaciones en diferentes países. Después se alistó en el ejército y, cuando estalló la revuelta árabe contra los otomanos le enviaron a oriente próximo para estabilizar la situación y, fue en este desierto, donde estableció su base de operaciones. Seguro que se pasó gran parte de los días echando de menos su verde Gales natal.


La entrada, como en Petra, es desorbitada, pero bueno... una vez es una vez. Cuando ya hemos llegado a un acuerdo con los beduinos, resulta que no admiten tarjeta de crédito (eso sí, todos tienen iPhone). Así que, renegociamos mostrando los dinares de los que disponemos y acabamos haciendo el mismo tour por 66 euros en lugar de 88... total el 4x4 es el mismo: una camioneta a la que han soldado una capota y en la que unas almohadas amortiguan los continuos saltos... se podrían partir nueces.

El paisaje es espectacular... una arena rojiza inunda la zona, combinándose con las oscuras montañas salientes. Apenas hay vegetación y esta se limita a algunos árboles y arbustos. En el medio de una montaña, el guía beduino desdentado que nos acompaña nos señala que allí está el manantial de Lawrece. Lo malo viene cuando nos anima a subir... otra vez a trepar entre rocas. El manantial se reduce a una pequeña charca... pero las vistas... ¡¡qué vistas!! Un valle rojizo, con un pasillo inmenso... la belleza de la sencillez en forma de desierto.

Continuamos por este paraje Patrimonio de la Humanidad y paramos en 'la duna'. Y otra vez a trepar... ¡la de ejercicio que estamos haciendo! Subir la duna es costoso, ya que das dos pasos hacia adelante y retrocedes uno. La arena está caliente y se mete fácilmente dentro de las zapatillas. Pero la subida merece la pena, porque, aunque se trata del mismo lugar, cada perspectiva le da un toque nuevo.

Nuestro guía beduino nos lleva de regreso a la entrada del parque y continuamos nuestro camino hacia el sur. Estamos en una tierra de contrastes, y, del árido desierto del Rum pasamos a la costa del Mar Rojo en Aqaba. Si la zona de Petra se notaba que estaba más cuidada, la zona playera es un cambio total. Aunque sigue habiendo cosas sorprendentes como ver a gente paseando en camello por la calzada, se ve que la ciudad se ha volcado con el turismo. Hay muchos hoteles, restaurantes, bares y tiendas.

Si hay un producto que marca la diferencia en el Mar Rojo, ése es su fondo marino. Gente de todo el mundo viene a esta parte del planeta para practicar submarinismo. Nosotros, como no tenemos licencia, haremos algo más superficial: snorkel. Así que, después de registrarnos en el hotel vamos pitando a la South Beach, una playa pública y muy tranquila. El agua está tibia y a pocos metros de la arena ya se empieza a ver el fondo marino: estrellas de mar, corales, anémonas, erizos marinos, cangrejos, caracolas, ... y, por supuesto, peces de colores. Hay de diferentes tamaños y de diferentes colores, algunos van por separado y otros en bancos. Es como meterse dentro de un acuario gigante... resulta fascinante ver a los peces rascar plancton de algas y de las piedras. Seguramente, buceando con botellas el espectáculo tiene que ser magnífico.

Con la espalda quemada de estar flotando boca abajo, y tras darnos una buena ducha para quitarnos toda la sal que se queda en la piel, salimos a cenar por este Salou jordano. Hoy ha sido todo un contraste, del desierto al mar en pocos minutos. En Aqaba empezamos a hacer balance del viaje... porque ¡¡esto se Aqaba!!

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