El gallo cantó, y lo hizo con ganas. Como si se hubiese tragado un reloj cantó, por lo menos, a cada hora en punto y con el alba se puso en plan pavo-rotti hasta desgallitarse. El sonido del despertador casi fue un alivio y el café en casa Ara fue una inyección de energía para afrontar la ruta de hoy.
Comenzamos en Râmaț, un monasterio que se encuentra entre las montañas y que también debe de ser una hospedería, porque ya han vaciado las celdas de maletas y en el refectorio se degusta el desayuno. Después, hacemos una parada en Auid, donde nos hacemos unas fotos con una iglesia fortificada y visitamos un cementerio en el que hay una cruz gigante que reposa sobre doce cruces y que no sabemos muy bien qué significa. También aprovechamos a comer algo en una patisserie: hay muchas panaderías por todo el país donde te sirven a través de una ventanita los productos que han elaborado. ¿Dulce o salado? ¡¡Los dos!!
Unos kilómetros más al norte llegamos a Rimetea, pueblo con arquitectura tradicional húngara, en el que las casas son todas de color blanco y se disponen en línea. Al recorrer las carreteras rumanas hemos constatado que lo habitual es que la puerta principal no dé a la carretera, sino que sólo dé el acceso para coches. Sin embargo, en este pueblecito con carácter húngaro, todas las casas tienen una pequeña puerta a la calle principal. Recorriendo las carreteras también hemos llegado a la conclusión que el fabricante de banderas rumanas y europeas se ha forrado... ¡¡hay pueblos que tienen banderas por todas partes!! Sin embargo, aquí, en Rimetea, la única bandera que se ve es la de las matrículas... y mayoritariamente es la húngara, ya que todos los visitantes que hay, a excepción de nosotros, son del país vecino.
Es ya mediodía cuando llegamos a La Salina de Turda. Lo que fuera una mina de sal con más de cien años de historia se ha convertido desde 2009 en un lugar muy peculiar: un centro de ocio. A unos cien metros bajo tierra nadie se puede esperar que vaya a haber dentro de una inmensa cavidad una noria, una bolera, un mini-golf y hasta un pequeño lago navegable. Bajo las estalactitas formadas por la sal, los niños juegan y los mayores se hacen fotos, mientras se disfruta de una temperatura fresquita, de entre 10 y 12 grados. Es un lugar muy original, en el que el aire tiene un toque salado y el suelo es un poco resbaladizo debido a la sal cristalizada. La mina tiene dos accesos y, pensando que por la superficie llegaríamos caminando al parking, decidimos salir por el otro acceso que está a 700 metros caminando por un túnel... y no, ambas entradas están en lados diferentes de un monte, así que nos toca caminar un kilómetro más por dentro de la mina para poder salir por el acceso por el que entramos. ¡¡Esto es enorme!!
Ya va siendo hora de comer, así que, para no complicarnos, comemos un Mămăligă con carne y ya estamos como nuevos. Pasamos la tarde en la segunda ciudad más grande del país, Cluj-Napoca. En el centro, hay algunos edificios restaurados y un par de plazas muy interesantes. Sin embargo, es una ciudad de la que esperábamos mucho más... como que no acaba de convencernos. Es sábado por la tarde y le falta vida... y tras ver los lugares más importantes, descubrimos por qué: la gente está en los centros comerciales. Visitamos el Polus Center, un parque comercial a las afueras donde compramos alguna cosilla a un precio como el de España y donde aprovechamos también a cenar.
De camino a la casa Armonía, que es donde dormiremos, descubrimos un edificio del que desconocíamos su existencia y que es toda una sorpresa... un edificio de Makovecz Imre, un arquitecto orgánico húngaro del cual vimos muchos edificios cuando estuvimos de vacaciones en Hungría. Lo que no entiendo es cómo no conocía yo este edificio... ¡¡es como si Pablo no supiera que Rumanía no pertenece a Schengen!! ¡¡Inconcebible!!
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