Hay gente que cuando está de vacaciones deja de poner el despertador y empieza a levantarse a la hora que le marcan sus biorritmos. A nosotros quién nos marca la hora de levantar es el ritmo del gato zombie que a las seis en punto de la mañana nos llama a nuestro primer madrugón. Tenemos por delante otras dieciséis madrugadas que no serán tan benévolas: en Perú amanece muy temprano y tendremos que ajustarnos al nuevo horario para poder aprovechar el día... al menos en los casos en los que durmamos en un hotel, que no será siempre el caso.
Hemos dormido bien, pero hay momentos en los que cierro los ojos y cuando los abro vivo una ensoñación porque parece que ya nos hemos teletransportado a Perú: decenas de personitas con ojos algo rasgados, piel dura y con mata de pelo dirigiéndose a sus trabajos en chándales algo anticuados. ¿Habremos llegado ya a Lima? Un "Próxima estación Atocha" me devuelve al presente, a la realidad migratoria en la que vivimos y a la buena acogida que la ciudad ofrece a todos aquellos que buscan un futuro mejor, incluido el numeroso colectivo peruano.
Obtenemos las tarjetas de embarque en el mostrador, pasamos el control de seguridad y nos dirigimos a la puerta de embarque: todo sale rodado. Es la primera vez que vamos en un vuelo que no tiene ninguna clase. No, no lo digo por la fauna del pasaje, sino porque no hay ni primera clase, ni turista, ni sucedáneos de ambas. De hecho, quizá por el azar, nos ha tocado en el Grupo 1 y somos los primeros de la fila... Así que somos los primeros en obtener la lucecita verde del escáner de las tarjetas de embarque y accedemos al finger. Un finger que se bifurca y en el que el único paso lógico está bloqueado por una cinta. "Pues habrá que quitarla para pasar, ¿no?" digo mientras desengancho la cinta que se recoge automáticamente al otro lado. Llegamos al avión y, uy, la puerta está cerrada. "¿Hay que decir alguna palabra secreta?" Desconcertados volvemos dirección a la terminal, mientras que un operario que acompaña a una menor se dirigen hasta la puerta contrariados al vernos volver. "¿Pero quién habrá abierto la cinta?" se pregunta una operaria de esas que llevan un walkie-talkie que parece que les da el mismo poder que una espada láser... "Hay un hombre por allí" le dice Pablo, invitándola a creer que, si sólo él con la niña están en el pasillo, por algo será. ¡¡Bien jugado!! Bloqueados de nuevo por la cinta, esperamos a que la mujer reciba la orden de puertas abiertas para soltarnos en plan "bienvenidos a las rebajas de El Corte Inglés".
El vuelo de Plus Ultra, operado por Wamos Air, va medio vacío, o digamos medio lleno, que somos muy positivos. Nuestros asientos están justo hacia la mitad del avión, muy cerca de donde está esa especie de cocina donde preparan los carritos. En cuanto oímos que el embarque ha finalizado, nos adelantamos a la primera fila de nuestra sección, esa que tiene mucho más espacio aunque la pantallita la tengas que desplegar como si fuera un transformer. Por megafonía han debido de poner radio María, porque no paran de dar mensajes relacionados con el cielo en un tono monótono y constante: tiempos de vuelo, tiempo metereológico, ... ¿Y los tiempos gastronómicos? ¿A qué hora se come y se cena?
Abandonamos el suelo madrileño y empezamos el ascenso. Desde la ventanilla vemos el embalse del Lozoya, el embalse de Manzanares el Real, el embalse de Valmayor, ... ¡¡Parecemos Inma de ruta!! Continuamos rumbo al oeste y en poco tiempo cruzamos "La Raya", para sobrevolar Portugal, esa gran fábrica de manteles de inmejorable calidad que bajo ningún concepto puede utilizarse como trapos.
Normalmente un vuelo de doce horas suele dar mucho juego porque como uno no tiene muchas cosas para hacer te dedicas a observar qué hace la gente. En este caso, a excepción del trasiego que hay al baño debido a un menor tamaño de próstatas, sólo cabe destacar lo pendiente y tocona que está una madre primeriza con su bebé que no para de tocar: que si un pelito, que si la mantita por encima, que si tocarle la carita, que si el biberón sí, que si el biberón no... ¡¡Como estés tan pendiente cuando sea adolescente mueres!!
Dormimos a ratos mientras nos preparamos para contorsionistas de El Circo del Sol a lo largo de todo el Océano Atlántico... ¡Qué asientos más incómodos y qué difícil es encontrar una postura! En la pantalla vemos que ya vamos a entrar en el continente americano y que lo vamos a hacer por Guyana... Así que no nos resistimos a levantar las persianillas y a cegar al pasaje que ya se ha despertado. Después empezamos a cruzar la selva amazónica, recordando a Donut de Chocolate, el joven gordinflón que nos llevó hasta el Lodge en el que pasamos unos días con una familia en el Amazonas hace dos años.
Cruzamos la línea de el Ecuador, el río Negro y el río Amazonas, y después de una extensión inmensa de selva, entramos en Perú donde, tras otra zona selvática los Andes se nos muestran como un área abrupta, árida y hostil: no se ve vegetación, ni vida humana, ni ríos, ... sólo montañas marrones que parecen interminables.
La aproximación al aeropuerto de Jorge Chavez nos sorprende: hay mucho polvo en el aire, los alrededores parecen desérticos y lo que vemos por la ventanilla se ha convertido en una película en color salmón. Pero nuestra atención también está puesta en una azafata con un sospechoso parecido con nuestra futura vecina Sansiviero... no sólo por sus facciones sino también por que busca un hombre... aunque en este caso para arrancar la cuna que le ha colocado a la primeriza pesada y que hay que desmontar antes del aterrizaje. ¡Ésta también se nota que va al gimnasio! ¿Dominará también el arte del accesorio Varona?
Todo lo que entra primero, sale primero... Así que somos los primeros en abandonar la aeronave para colocarnos en la pole position del control de inmigración. Recorremos los pasillos del nuevo aeródromo donde hay un montón de personal pendientes de... ¡el móvil! Y llegamos a la cola laberíntica para esperar nuestro turno con la policía de frontera... que nos hace un tercer grado preguntándonos de todo.
¡Y ya estamos en Perú! Ahora el nuevo reto es llegar al hotel. Nos conectamos al wifi del aeropuerto y mucho más rápido de lo esperado reservamos un Uber que nos espera en un parking cercano. Al salir, lo que se vislumbraba como un desierto tórrido resulta ser un lugar en el que hace frío... ¡Porque también hemos llegado al invierno del hemisferio sur!
Salimos del área del aeropuerto, que normalmente suele estar muy cuidada, para dar de lleno con el barrio de Callao. El impacto visual es violento: casas con ladrillo descubierto, a medio construir y bastante caótico, aunque limpio y seguro. Poco a poco nos metemos en el gran atasco que reina a estas horas para llegar hasta lo que parece la Ronda Litoral versión limeña. Estamos en una ciudad en la que no llueve, así que el polvo en el aire hae que puedas mirar al sol del atardecer sin que te dejes las córneas.
Una sensación rara nos invade. A nuestra derecha rompen las olas de un mar que de pacífico sólo tiene el nombre, sorteando una costa llena de obras e inmersa en una renovación; a nuestra izquierda, en lo alto, se alternan edificios de todas las formas y alturas, en lo que parece una caótica burbuja inmobiliaria. Y entre el malecón y el mar, una autopista que es una selva automovilística, con adelantamientos sorprendentes y trompicones en las velocidades.
Y, por fin llegamos a nuestro hotel: el hotel Bilbao. ¿Acaso no os dije que dormiríamos en Bilbao y que no íbamos a necesitar paraguas? Realmente, alojarnos en este hotel ha sido fruto de la casualidad: muy cerca está la estación de Cruz del Sur, donde tendremos que coger pasado mañana un autobús a las cuatro de la mañana y queríamos estar cerca para no estar sujetos a las suertes de ningún transporte. ¿Y por qué se llama así? Pues ni idea... porque nada evoca a la capital vizcaína: la recepción está ambientada en el metro de Nueva York y nuestra habitación en los Beattles, que dudo tuvieran ascendencia vasca. Pero oye, me diréis que no es una bonita casualidad, ¿no?
Mendigando el wifi del hotel, quedamos con Emilia, una antigua compañera del master que hizo Pablo hace ya unos cuantos años. Y sin alejarnos de la puerta del hotel pedimos otro Uber. ¡¡Lo complicado que se vuelve todo sin tener datos en el móvil!! Pero conseguimos superar también este desafío y llegar hasta el centro comercial Larcomar, el cual nos cuesta encontrar porque está en el malecón debajo de un parque.
Emilia nos recibe en el restaurante Tanta con una preciosa sonrisa y un fortísimo abrazo. Han pasado quince años desde que nos vimos la última vez y el reencuentro es muy emotivo. Nos ponemos al día brindando con nuestro primer Pisco Sour y pide un buen surtido de platos de la extensísima gastronomía peruana. Causa limeña, aji de gallina, anticucho, ... si lo llego a saber cojo apuntes porque acabo con un lío monumental de nombres que no sé asociar con cada "platillo". Lo que sí me queda claro es que está todo buenísimo no, ¡lo siguiente! Ahora entiendo mejor aquello de "comer como una lima".
El reloj marca las once y media de la noche, pero nuestro sueño sigue con la hora española... ¡Para nosotros son casi las siete de la mañana! Así que, nos despedimos de Emilia hasta el día siguiente y pedimos un último Uber que nos lleva hasta el hotel donde caemos destrozados... Pablo de cansancio y yo moralmente porque... ¿A quién se le ocurrido poner la nevera del minibar en la mesilla que está en mi lado. Espero que oir toda la noche cómo carga haga que me levante ¡¡Fresco fresco!!
Me encanta la azafata y el Varoma, jajaja 😂
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