El segundo récord que batiremos está relacionado con lo más lejos que hayamos llegado nunca... pero, en este caso, no en referencia a algún punto cardinal, sino a la altitud: hoy estaremos lo más alto que jamás hayamos estado... y que no sea en un avión, claro. Vamos a visitar uno de los imprescindibles del viaje, la Montaña de Colores y el Valle Rojo en Vinicunca, cuya cota máxima se encuentra a 5.036 metros sobre el nivel del mar.
Una furgoneta mini-bus nos recoge donde ya viene siendo habitual, en la bajada de la cuesta Santa Ana, frente a la basura, y donde ya merodean algunos perros. Es de noche, hace frío, tenemos sueño y esperamos cual caracoles con las mochilas en la espalda con todas nuestras pertenencias. Hasta que aparece una furgoneta blanca, como los cientos que hay por la zona, cual hormiguita para surcar los caminos hacia los destinos turísticos.
Aprovechamos a dormir lo que podemos, desayunamos en el lugar concertado por el tour y tras cuatro horas de viaje llegamos a donde empezaremos la visita. El grupo es heterogéneo, con gente de diferentes países y estados de forma. Así que nos apresuramos para dejar claro que no necesitamos palos (los necesitan ellos para identificarnos como miembro del grupo), que nosotros iremos por nuestra cuenta y que nos comprometemos a estar a la hora que nos indiquen.
Dicho y hecho... en cuanto tenemos la oportunidad abandonamos la manada y comenzamos el ascenso hasta la Montaña de Colores (o más bien la que hay frente a ella). El mal de altura se hace presente, nos habíamos desacostumbrado estos días previos. Pablo va más perjudicado por no poder respirar correctamente, pero ahí está dándolo todo... incluso gruñéndome un poco por verse limitado. A mí también me cuesta, pero parece que consigo ir algo más liviano.
En su momento teníamos nuestras dudas de visitar este lugar o no... porque eso de que una montaña presente vivos colores pensábamos que podía haber sido adulterado vía Photoshop. Sin embargo, nos llevamos una grata sorpresa: los colores están bien definidos, son variados y la subida, con todo su esfuerzo, merece la pena. Además, no es sólo la Montaña de Colores en sí, sino los colores de otros picos de la cordillera de los Andes, con sus cumbres nevadas y bases color arcilla.
Además del entorno, y a pesar de haber bastantes visitantes, algunas alpacas por aquí y por allá hacen que el lugar resulte muy divertido. A algunas les han puesto gafas de sol, lo cual no nos parece muy bien; pero también hay algunas que otras salvajes que, con su pelaje frondoso, estaría genial abrazar para coger un poco de calorcito.
Además de la Montaña de Colores se puede visitar, de forma opcional, el Valle Rojo, para el cual hay que pagar una entrada adicional. En la taquillas (una mesa plegable con dos señoras disfrazadas con el traje típico), nos piden 30 soles por cabeza; como habíamos oído que era menos y vemos que en el "boleto" no aparece el precio, nos rebelamos y decimos que sólo vamos a pagar 20 soles. Están un poco descolocadas, seguramente acostumbradas a que la gente acepte sus condiciones impuestas... incluso, ante el órdago que les marco de "o 20 soles o paso sin pagar", termino yéndome unos metros. Pablo actúa de poli bueno y finalmente terminamos pagamos los 30 soles, algo desmesurado y que no tiene ningún sentido.
Olvidado el tema de la desfachatez de no hacer las cosas bien, disfrutamos de un valle que, efectivamente es de color rojo, debido a la oxidación del hierro. Las vistas desde lo alto son magníficas y compartimos impresiones con una pareja de madrileños y otra de cántabros. Es un paisaje muy bonito e imposible de ver en Europa, ya que después el guía nos dirá que tan sólo hay tres lugares así en el mundo: dos en Sudamérica y uno en China.
Va tocando deshacer el camino y retroceder por esos caminos locos por los que hemos circulado durante tantas horas durante estos días previos... y deseando "acogernos a sagrado" en la aseptividad que suelen tener los aeropuertos. El tour nos deja, haciéndonos el favor, en el aeropuerto Internacional de Cuzco, que resulta ser uno de los más pequeños que hemos visto. Con todos sus vuelos con destino a la capital, esperamos al nuestro medio dormidos en la puerta de embarque. Finalmente, con más de una hora de retraso, volamos y aterrizamos en Lima.
Sin saber de dónde salen las pocas fuerzas que tenemos, cogemos un Uber hasta el último hotel de nuestro viaje. Nos hemos reservado un pequeño lujo para el último día de viaje, un lugar donde reconciliar algunas penurias vividas con la comodidad de un hotel con estándares internacionales. Hoy dormiremos en un Hampton de la cadena Hilton. Poco después de la una y media de la mañana, caemos rendidos en una cama en la que hasta podemos elegir almohada. Paris y tu chihuahua... ¡nos habéis salvado!
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