Con la segunda semifinal de Eurovisión ya finalizada y, por tanto, con las 26 canciones de la final ya elegidas, dejamos todo preparado para apurar las pocas horas que tenemos para dormir. A las cinco nos levantamos y pasadas las seis, como dirían Trancas y Barrancas, "el hombre de negro nos lleva en su coche negro por una calle negra hasta el aeropuerto blanco"; y es que, desde que existe cabify ya no hay necesidad de recorrer el suburbano madrileño ni de regalarle la sangre a los vampiros.
Dado los pocos vuelos que conectan Madrid con la capital ucraniana, volamos con Lufthansa vía Munich. En la puerta de embarque una azafata que no ha tenido muy buen despertar nos mide las maletas y nos dice que nos las van a facturar, temiendo el primer desembolso inesperado del viaje. Sin embargo, todo se debe a que el vuelo va lleno y hemos sido premiados en la lotería de a ver quién no viaja con sus prendas íntimas sobre sus cabezas. En el fondo ha sido una suerte porque así no tenemos que arrastrar a la ruidosa Alexander por terminales germanas.
El primer vuelo sale puntual, donde compartimos fila con un Papá Noel polaco que está ya preparando el reparto de Navidades con su tableta. El segundo vuelo sale con una hora de retraso, así que aprovechamos para recorrer el aeropuerto donde hay un número sospechosamente elevado de hindúes y donde no conseguimos catar la barra libre de café. Ya en el aire nos desquitamos y pedimos unos cafés con leche; no sé si por el ansia o por la presión en cabina pero las tarrinitas de leche empiezan a jugar malas pasadas, tanto al alemán que compró su camisa en modas Memphis, como a Pablo, que acaba con toda la cara llena de leche.
Tras casi el mismo tiempo de vuelo que tardaríamos en llegar a Nueva York, aterrizamos en el aeropuerto de Borispyl, donde tenemos que adelantar una hora con respecto a la española. De ruso, perdón... de ucraniano no entendemos ni papa, y nos resulta curioso que a la salida de la terminal todo el mundo nos salude diciendo "tac-si". En un cajero sacamos un buen fajo de grivnas, la moneda ucraniana, para pagar el autobús que nos llevará hasta la estación central de tren, a unos 30 kilómetros. El autobús se caracteriza por tener cortinas de felpa marrón de la perestroika y, sin embargo, disponer de wifi. Compartimos el trayecto con ancianas con jersey de lana, matones con chaqueta de cuero y señoritas con tacones... ¡¡bienvenidos al este!!
Mientras cae una fina lluvia sobre la capital Ucraniana, vamos adentrándonos en la ciudad, donde nos llama la atención innumerables conjuntos de rascacielos de viviendas. Muchas de estas moles de cemento tienen entre 25 y 30 plantas, son sobrias y descuidadas, y en algunos casos tan pegadas entre ellas que visualmente resultan impactantes. Poco a poco llegamos hasta la estación central de tren, donde la siguiente prueba será coger el metro. Una vez en la estación descubrimos que funciona con unas fichas verdes llamadas tóquenes, que se insertan en el torno. Cada viaje cuesta el equivalente a unos 16 céntimos de euro, independientemente del número de estaciones de sus tres líneas que se recorran. Lo que nos descolocan son las escaleras mecánicas... ¿pero las ha construido McLaren o qué? Van muy rápido y, en lugar de bajar por etapas, suelen hacer todo el recorrido de arriba a abajo, por lo que parecen interminables. De hecho, para reaccionar por si alguien se cae, hay unas señoritas con un gorro rojo en unas cabinas, mirando las escaleras para pararlas por si fuera necesario. Sobra decir que, como era de esperar, se respira un aire soviético en la ornamentación de pasillos y sobriedad de trenes.
Sin grandes complicaciones llegamos al hotel Turist, que es donde nos alojaremos durante cuatro noches. Se encuentra en la orilla este del río Dnipro, el cual divide la ciudad en dos, y lo elegimos por que está estratégicamente situado: se encuentra al lado del Palacio de Exposiciones donde se celebrará Eurovisión; y, además, tiene una parada de metro de la línea 1 que recorre los lugares más interesantes de la ciudad. Siempre solemos pedir una planta alta, y esta vez nos dan nada menos que la 24. No es que se vea la isla de Benidorm, pero un buen puñado de edificios soviéticos, unas fábricas a lo lejos y una autovía interminable que corta el bosque, bien merecen la pena para estos días.
Salimos del hotel y... ¿por qué nos mira la gente? Pablo, con unos pantalones amarillos y chaqueta azul, o se ha vestido de la bandera de Ucrania o está promocionando Ikea. Como pensamos que es más bien lo primero, hacemos un cambio de chaqueta y arreglado.
Hoy ya no nos da más que para dar una vuelta por el centro, a modo de aproximación a la ciudad. Así que empezamos por la plaza Maidan, el punto neurálgico de la capital tristemente conocido por los disturbios de 2014 que desencadenaron la vigente guerra entre eurófilos y rusófilos. Hoy, sin embargo, pretende ser un icono de todo lo contrario, ya que está ambientada con la celebración de Eurovisión y cuyo lema este año es "celebrando la diversidad". Apenas llevamos unos minutos en la plaza y unas chicas nos hacen una entrevista para la radio, donde se interesan sobre nuestras primeras impresiones del país. Todo está muy animado y eso que no ha cesado la fina lluvia que cae desde que aterrizamos.
Damos un paseo desde la catedral de Santa Sofía hasta el monasterio de San Miguel de las cúpulas doradas, y después de cenar algo en unos puestos de comida tradicional, volvemos a la calle Khreshchantyk donde han instalado la Eurovisión Village. Aquí, unos DJ caldean el ambiente para hacer vibrar a la gente que ha venido a la ciudad para disfrutar del festival. Nosotros, queriendo pensar que es por el madrugón y el viaje, y no por la edad, decidimos irnos ya a descansar. Justo antes de la media noche caemos rendidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario