2 mar 2024

Abu Simbel

Son las tres y media de la mañana y suena el despertador. Sí, habéis leído bien, las tres y media. Como en otros viajes, sigo pensando que algún día vamos a conseguir hacer como Willy Fog y ganar un día adicional a nuestras vacaciones, libre de cotización a la Seguridad Social. Teniendo en cuenta que, tras una frenética noche literaria, me acosté a la una de la mañana mis dos hemisferios cerebrales van a estar reñidos durante buena parte de la madrugada. “Pero, ¿por qué madrugáis tanto si estáis de vacaciones?” os preguntaréis. Pues porque hoy toca visitar el segundo lugar más icónico del país: los templos de Abu Simbel. Y llegar hasta ellos requiere de unas tres horas de autobús hasta casi la frontera con Sudán.

Después de una ducha con cortina latigadora, recogemos y bajamos al hall de la entrada, donde esperaremos a que alguien de la excursión que hemos contratado venga a buscarnos. Ir a Abu Simbel por nuestra cuenta es prácticamente imposible: no hay transporte público para extranjeros e históricamente ha sido peligroso porque ha habido ataques a turistas. Aunque ya no es necesaria una escolta por parte de la policía egipcia, sí que hay que dar una copia del pasaporte al menos el día antes porque, supuestamente, tienen que solicitar unos permisos. Vamos, que lo tienen montado para que pases por caja a cambio de una protección inexistente.

En el hall, un turista oriental está dando mucha guerra, reclamándole a los de la recepción que hablen con el de la agencia porque se está demorando. Nosotros también empezamos a impacientarnos, porque hemos leído casos en los que han dejado tirados a los clientes. Con media hora de retraso nos reclaman y nos montan en una furgonetilla en la que vamos ocho turistas, incluido el oriental protestón. Aún no se espera que amanezca y las calles se ven con mejor aspecto… quizá los lugareños no han tenido tiempo aún de llenarlas de basura.

Salimos de la ciudad para adentrarnos en un absoluto desierto. De vez en cuando se ven controles de policía, que más bien atienden a esa idea rancia de algunos países de demostrar al pueblo que el estado los protege. Se ve que no se han enterado que ahora en los países modernos la autoridad está presente pero no se hace notar. Otra cosa anacrónica es levantar muros… y vemos uno paralelo a la carretera al que no le encontramos ningún sentido. Claro que tampoco tiene construir una autopista que no va a ningún sitio, ni hacer una canalización de agua donde no hay donde emplearla.

Vamos en la parte de atrás de la furgoneta, con cuatro asientos para nosotros, donde intentamos ir medio tumbados echando por tierra el trabajo de nuestro nuevo fisio, alias Bolaños. Nuestros compañeros de viaje, todos asiáticos, nos lo ponen fácil para echar alguna cabezada, porque en tres horas no han dicho absolutamente ni una palabra. Con esos ojitos uno dudaría de si van también dormidos, pero no… su smartphone frente a la cara los delata. Sólo han abierto la boca para comer el desayuno que les han preparado en el hotel… Con tan poca berborrea, no quiero ni pensar cómo sería la Isla de las Tentaciones versión nipona.

Y, por fin, llegamos a Abu Simbel. Aún no se ven muchos turistas y nosotros llevamos ya las entradas compradas… así que es llegar y disfrutar. ¿Cómo describir la sensación de ver las cuatro estatuas colosales del templo de Ramsés II? Es que, lo habremos visto tantas veces en libros, revistas, en reportajes, … que da vértigo. Y, ahora, lo tenemos frente a nosotros, con sus 3.300 años de historia.


Ramsés II fue uno de los más importantes faraones de Egipto y parece que se lo tenía muy creidillo, porque se hacía unas estatuas de tamaño XXXXXXXXXL. Estas en concreto, eran para conmemorar una batalla contra los hititas y, de alguna forma, les pusieron las estatuas como diciendo “os hemos ganado y encima os estamos vigilando”. A su vez, Ramsés, ya que estaba, se puso al mismo nivel que los dioses Ra, Amón y Ptah, para que la gente los venera a los cuatro en este templo. Pero nada de poner una estatua para cada uno… las cuatro estatuas sentadas de la portada son el propio Ramsés con tocados diferentes… no sé cómo no se le caía la cara de la vergüenza… Ah sí, una cara sí se le cayó… de hecho, un busto entero está estampado contra el suelo.


El interior resulta muy ceremonial, ya que nada más entrar hay otras ocho estatuas… ¡¡Adivinad de quien!! Sí, de Ramsés otra vez. El tío estaba encantado de haberse conocido… Era el Pedro Sánchez de los faraones (ejem, no le demos ideas). En las paredes de esta sala hay escenas de las batallas que había ganado y también se puede acceder a cámaras laterales donde hay escenas y jeroglíficos tallados. Siguiendo de frente, se accede al santuario, el lugar más sagrado del templo. En él, están las esculturas de Ptah, Ramsés, Amón y Ra. Cuando se construyeron se orientaron de tal forma que el día 21 de octubre y el 21 febrero los primeros rayos de sol iluminaran la estatua de Ramsés, correspondiéndose con el cumpleaños y con la coronación del faraón. Sin embargo, ahora eso ocurre un día después… ¿Por qué? Pues porque este templo y el vecino no están en su lugar original: fueron trasladados para que no acabasen bajo las aguas del lago Nasser, formado por la presa de Asuán. El traslado intento ser tan fiel que, hasta la cabeza estampada en el suelo se dejó exactamente igual. Pues digo yo, que ya que estaban por desmontar y reconstruir, con una manita de Loctite podían haber dejado el cabezón en su sitio… que se cayó por un terremoto y no por nada con una simbología especial.

Muy cerca, se encuentra el templo dedicado a la diosa Hathor, que Ramsés II dedicó a su esposa más amada, Nefertari. En la portada principal, aparece Ramsés con su esposa, quien viste como la mismísima diosa Hathor, porque claro, el no se dejaba esculpir con cualquiera, tenía que ser de diosa para arriba. Como curiosidad, amaba y veneraba tanto a Nefertari, que la mandó esculpir con la misma proporción que él; en aquella época lo habitual era representar a la mujer del faraón con la mitad de altura que éste. Es curioso ese ejemplo de igualdad y que veintitrés siglos después muchas mujeres del país lleven burka.



Abu Simbel ha superado todas las expectativas: el madrugón y las seis horas de carretera (entre la ida y vuelta) merecen la pena para ver estos majestuosos templos. Incluso el hecho de pensar que semejantes moles de piedra fueron desmontadas y trasladadas a dos montículos artificiales, suponen una dosis adicional de admiración por este lugar. Además, hemos llegado antes que la mayoría de turistas, lo cual nos ha permitido disfrutar de los templos de aglomeraciones. Hasta los sendos guardas nos han dicho “Again?” cuando nos han visto por segunda vez dentro de los templos. Se ve que nos han puesto en la lista negra cuando les hemos rechazado la enorme llave dorada de la puerta para hacernos fotos con ella… perdiendo la correspondiente propina.



De vuelta a Asuán, recogemos las mochilas de la recepción del hotel y caminamos por el zoco donde los comerciantes intentan acaparar nuestra atención, por última vez, con sus “¡hola, amigo!”. Es un trayecto corto, porque nos dirigimos a la estación de tren. Entramos en la misma directamente sin contemplar pasar la mochila por el escaner y, menos aún, de detenernos al hacer saltar el detector de metales. En la estación, nos dirigimos a la ventanilla de venta de billetes a extranjeros… sí, hay una venta exclusiva con precios exclusivos. Le decimos al de la taquilla que queremos ir a Edfu y, luego tres horas más tarde coger otro tren a Luxor. Nos dice que el precio son 16 dólares. “Ya, pero es que ese es el precio de Asuán-Luxor… ¿cuál es el de cada uno de los dos trayectos?” le decimos; “son 16$ por trayecto” responde. Creo que no nos estamos entendiendo, así que saco el móvil y con el traductor le planto en árabe que éso no puede ser, que en ningún sitio se paga el trayecto dos veces. Pues sí, nos dice que tenemos que pagar el trayecto completo dos veces. Se me empieza a hinchar la vena de la frente… “Osea que, ¿me cobras veinte veces más que a un local, sólo puedo pagar en dólares y encima no puedo comprar un billete hasta una ciudad intermedia y otro desde ella sólo por ser guiri?”. Le montamos el guirigay… “pues a tomar por culo, vosotros os lo perdéis, vamos a Luxor directos y en ese tren no, en el que cuesta 11$”; “no, ese tren no hay hasta las cinco y no tiene aire acondicionado”. Buuuufffffff… “¡¡que me des para ése”... “no haber y no tener seguridad”... “¿pero qué coj··es de seguridad? Mira, dame el de los 16$ que no merecéis nuestro cabreo… ah, y me escribes el billete antes de pagarte y me dices cómo llego al andén”. Y es que, habíamos leído que hay veces que te cobran el billete, que luego no hay plazas y no te devuelven el dinero, así que aplico mi política de “no ticket, no money”. Y es que es todo tan absurdo… porque encima, tienen una maquinita para reservar el billete, pero no te dan el billete de la máquina, sino que te lo transcriben en una hojita porque luego quieren guardar el recibo en un cuaderno con ese billete. Es que parece que quieren sacarte el dinero y de tus casillas.

Lo de preguntar cómo llegar al andén no era ninguna tontería. Menos mal que en un ataque de freakismo me aprendí los número en árabe… y que gracias a haber preguntado encontramos el andén, el coche y los asientos… porque nada más llegar al andén un hombre con chaqueta azul te quiere llevar hasta tu asiento para luego pedirte ¡¡propina!! Y, aunque le decimos que ya sabemos cómo ir, nos “sigue por delante” hasta que se da cuenta de que no vamos detrás. Eso sí, a nuestro compañero de asiento, un indio obsesionado con el WhatsApp, vemos cómo le saca la dichosa propina y encima le pide una segunda.

Bueno, pues nos quedamos sin ver Edfu por la avaricia egipcia, pero, al menos, ya estamos en el tren enfilados para Luxor. Pablo le pregunta al que debe de ser el primo egipcio de Pablo Arrieta que en qué sentido va el tren y luego resulta que va al contrario. Y, nada más arrancar, aparece el revisor… es como aquella canción de ¡hago chas y aparezco a tu lado! pero versión señor mayor con traje sudado que te pide el billete para firmarlo por detrás. Bueno, pues ya es hora de que saquemos nuestra artillería… ¡¡comamos!! De primero, burrito de cerdo sabor barbacoa y de segundo mortadela con aceituna en tortita de maíz… ¡¡ahí, una buena dosis de carne de animal impuro en vuestra face!! Y, que conste, que no estaba preparado. 

Pero ellos son más y mejores en el arte de sorprender. Aún masticando, empieza el desfile de venta privada: plantillas para los pies, monederos, felpudos para la oración, unas raíces grises de a-sabe-qué, plátanos, … ¿Se están montando un zoco sobre ruedas? Lo siguiente va a ser el surtido de alabastro, verás.

El tren transcurre paralelo al Nilo, viendo sus tierras fértiles por una ventanilla y sus paisajes áridos por la otra. Sería idílico si no fuera por la cantidad de basura que hay desperdigada por todos los lados, las casas destartaladas y lo sucio que están los cristales del tren. Por si fuera poco, el aire acondicionado está en modo ultracongelación y me cago de nuevo en el vendedor de billetes cuando me decía que el billete de tren sin aire acondicionado estaba agotado… ¡No me extraña! El frío de ese tren equilibraría el aumento de temperaturas por el cambio climático.

Para entrar en calor, nos vamos al final de vagón y abrimos la puerta para que entre el calor de fuera. Evidentemente no iba a estar cerrada pensando en que alguien podría salir disparado. Pagas 16$ y acabas de pié escuchando el rechinar de las ruedas del tren para no morir crionizado. Viendo el sol del atardecer jugueteando con las palmeras irrumpe un chavalín de unos siete años que, mano de basura en mano, va a tirarla al exterior. “¡¡¡Nooooo!!!” me sale de lo más profundo de mi eco-razón… veo que duda y se va. “Ay, he conseguido que haya un poquito menos de basura en este lugar que podría ser magnifico”. Pero la alegría dura unos segundos hasta que el padre de la criatura le dice que sí que lo haga, como diciendo “pero, ¿Por qué no? No tiene sentido que NO la tires” y finalmente se produce el lanzamiento. En ese momento recuerdo aquella tapa de plástico que se me cayó al mar en Chipre y que nunca podré enmendar… 

En el fondo, esto es lo bonito de viajar. Aunque seamos de la misma especie, tenemos mentalidades tan diferentes los seres humanos, que nunca dejaremos de sorprendernos los unos a los otros. Nosotros alarmados por su trato a la naturaleza, ellos sorprendidos por nuestra alarma. Próxima estación, Luxor… ¿Qué nos sorprenderá?

2 comentarios:

  1. La antigua Tebas...vais a ver los colosos de memnon!!, muero de amor...

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  2. El gran Ramsés o el Papuchi egipcio, vivió alrededor de los 100 años y tuvo más de 100 hijos, solo por eso, se ganó con creces el hacerse tanta cantidad de estatuas y ponerse al mismo nivel de los dioses. Mon biónica 😜

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