El paisaje es lunar, seco, inerte... casi agresivo. La autovía rasga esta zona desértica y el silencio sólo es roto por los motores de los abundantes camiones que transportan mercancías desde el puerto de Aqaba, único acceso al mar del país, hacia otros puntos de Jordania. Se ven pastores con sus rebaños de cabras y ovejas, quemados por el sol y arrugados por las duras condiciones de vida de la zona... y nos cuestionamos... ¡¡pero si tienen barra libre de loditos del mar muerto para refinar el cutis!!
Si ayer éramos unos Indianas Jones, hoy nos pondremos en la piel de Lawrence de Arabia, ya que visitaremos el desierto de Wadi Rum. Lawrence era un arqueólogo británico que aprendió árabe mientras hacía excavaciones en diferentes países. Después se alistó en el ejército y, cuando estalló la revuelta árabe contra los otomanos le enviaron a oriente próximo para estabilizar la situación y, fue en este desierto, donde estableció su base de operaciones. Seguro que se pasó gran parte de los días echando de menos su verde Gales natal.
La entrada, como en Petra, es desorbitada, pero bueno... una vez es una vez. Cuando ya hemos llegado a un acuerdo con los beduinos, resulta que no admiten tarjeta de crédito (eso sí, todos tienen iPhone). Así que, renegociamos mostrando los dinares de los que disponemos y acabamos haciendo el mismo tour por 66 euros en lugar de 88... total el 4x4 es el mismo: una camioneta a la que han soldado una capota y en la que unas almohadas amortiguan los continuos saltos... se podrían partir nueces.
El paisaje es espectacular... una arena rojiza inunda la zona, combinándose con las oscuras montañas salientes. Apenas hay vegetación y esta se limita a algunos árboles y arbustos. En el medio de una montaña, el guía beduino desdentado que nos acompaña nos señala que allí está el manantial de Lawrece. Lo malo viene cuando nos anima a subir... otra vez a trepar entre rocas. El manantial se reduce a una pequeña charca... pero las vistas... ¡¡qué vistas!! Un valle rojizo, con un pasillo inmenso... la belleza de la sencillez en forma de desierto.
Nuestro guía beduino nos lleva de regreso a la entrada del parque y continuamos nuestro camino hacia el sur. Estamos en una tierra de contrastes, y, del árido desierto del Rum pasamos a la costa del Mar Rojo en Aqaba. Si la zona de Petra se notaba que estaba más cuidada, la zona playera es un cambio total. Aunque sigue habiendo cosas sorprendentes como ver a gente paseando en camello por la calzada, se ve que la ciudad se ha volcado con el turismo. Hay muchos hoteles, restaurantes, bares y tiendas.
Si hay un producto que marca la diferencia en el Mar Rojo, ése es su fondo marino. Gente de todo el mundo viene a esta parte del planeta para practicar submarinismo. Nosotros, como no tenemos licencia, haremos algo más superficial: snorkel. Así que, después de registrarnos en el hotel vamos pitando a la South Beach, una playa pública y muy tranquila. El agua está tibia y a pocos metros de la arena ya se empieza a ver el fondo marino: estrellas de mar, corales, anémonas, erizos marinos, cangrejos, caracolas, ... y, por supuesto, peces de colores. Hay de diferentes tamaños y de diferentes colores, algunos van por separado y otros en bancos. Es como meterse dentro de un acuario gigante... resulta fascinante ver a los peces rascar plancton de algas y de las piedras. Seguramente, buceando con botellas el espectáculo tiene que ser magnífico.
Con la espalda quemada de estar flotando boca abajo, y tras darnos una buena ducha para quitarnos toda la sal que se queda en la piel, salimos a cenar por este Salou jordano. Hoy ha sido todo un contraste, del desierto al mar en pocos minutos. En Aqaba empezamos a hacer balance del viaje... porque ¡¡esto se Aqaba!!
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