Sobrevolando Italia, mientras unas quemadas azafatas ofrecen el rasca y gana que 'todos esperábamos', disfrutamos de un cocktail en pleno vuelo... de un cocktail de frutos secos que hemos comprado en el súper, ¿o qué pensabais? Por Dios, que vamos en Ryanair y ya si eso que nos atraquen en Rumanía. Una cosa que nos llama la atención es que, los rumanos que entablan conversación con otros rumanos, ¡¡hablan en español!!
El vuelo es tranquilo y llegamos al aeropuerto de Otopeni sin oír trompetas, ya que llegamos con una hora de retraso. Una azafata ha debido de viajar en el tiempo ya que anuncia que la hora local es de dos horas menos que la real... un poco más y veo que tengo que volver a Indra. Salir del aeropuerto y coger un autobús al centro resulta mucho más fácil de lo esperado. Hace muy buena temperatura y desde la Piaţa Romană, donde nos deja el autobús, damos un paseo hasta el hotel Reginetta, donde nos alojaremos. Con una elegancia un tanto añeja, el hotel no está nada mal, y más teniendo en cuenta que nos han dado la única habitación con balcón, desde donde unos atlantes velarán por nuestro sueño.
Nos despertamos en torno a las seis, ya que aquí amanece antes y porque tenemos ganas de ver la ciudad. En el hotel, todo el personal sabe castellano, con bastante buen nivel. Empezamos a recorrer las calles de Bucarest, en las que descubrimos edificios muy interesantes pero que están algo descuidados... Tan descuidados como los modales de un par de taquilleras de transporte público donde intentamos adquirir un billete diario para todos los transportes.
Empezamos la visita en la plaza 21 de Diciembre, donde empezó el levantamiento contra el dictador Nicolae Ceaușescu en 1989, donde hoy en día se muestran unas cruces que homenajean a los caídos. En la misma plaza está también el kilómetro 0 de Rumanía, que descubrimos por casualidad.
El entorno del palatul es el máximo exponente, que conozcamos, de la arquitectura brutalista: grandes avenidas con edificios comunistas, elegantes pero sobrios, con colores y formas muy uniformes. Sin embargo, el esplendor y la frescura se encuentra en los parques de la ciudad, llenos de flores, esculturas y gente disfrutándolos. El primero que visitamos es el parque Carol I, donde se encuentra el monumento al soldado desconocido. Después, nos dirigimos a la Iglesia Ortodoxa del Patriarcado Rumano, en cuyo pórtico hay unas exquisitas pinturas.
Va siendo hora de comer, así que, paseando por el parque Cișmigiu decidimos comer en una terraza frente a un estanque con muy buena pinta. Pedimos cocina tradicional rumana: mămăligă (una especie de pan hecho con sémola de trigo), sarmale (carne enrollada en col) y de postre unos papanasi (bollos con cereza y caramelo), todo muy rico aunque diferente a lo que estamos acostumbrados.
En el norte de la ciudad, en el parque Herăstrău, visitamos un parque etnográfico con edificios auténticos de diferentes zonas del país. De ahí, cogemos el metro para volver al centro, donde vemos algunas tiendas en la animada calle Lipscani y vemos caer la tarde. Aunque no tenemos mucho hambre, la visita a Caru`cu Bere es obligada. Es un restaurante que lleva más de 100 años abierto y enseguida adivinamos por qué: el interior de madera es muy interesante, la comida riquísima y el precio asequible. Degustando una Ciorbă de Fasole cu Ciolan (sopa servida dentro de un pan) y una parrillada de carne, de repente comienza un espectáculo de baile que se convierte en toda una experiencia.
Bucarest nos ha encantando. Esperábamos que fuera una ciudad descuidada en la que tener que poner un poco de precaución extra, pero nada más lejos de la realidad. Como la mayoría de ciudades del este tiene un aire melancólico y post-comunista, pero, se ve que poco a poco va recuperando un esplendor que quedó congelado en el tiempo, lo cual hace que aún no haya muchos turistas, y, a la vez, más especial. ¿Y quién dijo perros sueltos? ¡¡Aquí sólo hay algunos gatitos encantadores sueltos!!
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